Así piensa un cerebro con ansiedad
El periodista Scott Stossel describe a la perfección cómo funciona el cerebro cuando “entra en pánico”. Lo hace con la autoridad de quien tiene un máster en la materia. Desde niño ha padecido ataques de pánico que le han complicado la vida. No ha dejado que le impidan hacer lo que quiere, pero se lo ponen muy difícil. Por eso su descripción es más fiel que la que pueda hacer el mejor de los libros sobre ansiedad. Lo cuenta en su libro “Ansiedad”, editado por Seix Barral.
Cualquiera que haya tenido alguna vez un ataque de pánico se sentirá identificado con lo que cuenta Stossel en las siguientes líneas:
“Un día estoy sentado en mi oficina leyendo un correo electrónico cuando noto vagamente, en los márgenes de mi percepción, una ligera sensación de calor.
¿Es que hace calor aquí dentro?” De repente, la percepción del funcionamiento de mi cuerpo se sitúa en el centro de mi conciencia.
Las negritas ponen de relieve una característica de los ataques de pánico: prestar excesiva atención a cualquier reacción del cuerpo, que inmediatamente hace sospechar, por vaga o leve que sea, que algo horrible y catastrófico está a punto de ocurrir. Y el cerebro se inunda de hipótesis nada probables que alimentan ese estado de ansiedad creciente:
«¿Tengo fiebre? ¿Me estaré poniendo enfermo? ¿Voy a desmayarme? ¿Voy a vomitar? ¿Me quedaré paralizado de un modo u otro antes de poder escapar o pedir ayuda?»
Estoy escribiendo un libro sobre la ansiedad. Estoy empapado de conocimientos sobre el fenómeno del pánico. Sé tanto como pueda saber un experto en la materia sobre la mecánica neurológica de un ataque. Los he sufrido a centenares. Sería de esperar, por tanto, que ese conocimiento Y esa experiencia me sirvieran de algo. Y, es verdad, a veces me sirven.
Al reconocer los síntomas de un ataque de pánico en sus prolegómenos, a veces puedo atajarlo, o al menos restringirlo a un ataque de síntomas limitados. Pero con excesiva frecuencia mi diálogo interior discurre más o menos así:
Empieza un diálogo entre nuestro cerebro racional (la corteza cerebral) y el más primitivo y profundo, que se guía por el primer impulso, como la amígdala. Stossel lo describe muy bien:
-Es solo un ataque de pánico. Estás bien. Relájate.
– ¿Y si no es un ataque de pánico? Y si esta vez estoy enfermo de verdad? ¿Y si estoy sufriendo un ataque cardiaco o un derrame cerebral?
-Siempre es un ataque de pánico. Haz tus ejercicios de respiración. Mantén la calma. Estás bien.
– Pero ¿y si no estoy bien?
-Estás perfectamente. Todas y cada una de las 782 veces en las que estabas sufriendo un ataque de pánico y pensaste que quizá no era un ataque de pánico, era un ataque de pánico.
-Vale, ya me estoy relajando. Inspiro y espiro. Evoco los pensamientos tranquilizantes que me han enseñado esas grabaciones de meditación. Pero simplemente porque las últimas 782 veces fueran ataques de pánico no quiere decir que la número 783 también lo sea, ¿no? Me duele el estómago.
Aquí es donde nuestro cerebro más reflexivo, la corteza cerebral cae en la trampa. Con la ansiedad no se dialoga, lo mejor es utilizar técnicas de distracción, a veces tan tontas aparentemente, como contar los pliegues de la cortina que tenemos enfrente, o las rayas del suelo… De lo contrario la corteza cerebral puede contagiarse de la agitación de la amígdala. Entonces el sistema nervioso simpático se dispara. Y esto, pese a su nombre (simpático) no tiene nada de gracia:
– Tienes razón. Salgamos de aquí.
Sentado en mi oficina, mientras por mi cabeza desfila una secuencia de pensamientos semejantes, paso de notar un ligero calor a sentir auténtico bochorno. Empiezo a transpirar. Un hormigueo me recorre el lado izquierdo de la cara, luego toda esa zona se me queda dormida.
¿Lo ves?, me digo, ¿estoy sufriendo un derrame cerebral!. Siento una opresión en el pecho. Advierto de golpe que los fluorescentes de mi oficina tienen una calidad estroboscópica y que parpadean de un modo mareante. Noto un bamboleo vertiginoso, como si los muebles se movieran a mi alrededor, como si estuviera a punto de caerme hacia delante y darme de bruces en el suelo. Me aferro a los laterales de la silla para sostenerme. Mientras mi mareo aumenta y al oficina gira en derredor, los objetos físicos que me rodean ya no parecen del todo reales, es como si se hubiera interpuesto un velo entre el mundo y yo.
En el argot psicológico, esa percepción de que el mundo deja de ser real se denomina desrealización. Los miedos latentes, que generalmente mantenemos a raya, queda libres:
Mis pensamientos se suceden a toda velocidad, pero los tres más destacados son: Voy a vomitar. Estoy a punto de morir. Tengo que salir de aquí.
Tambaleante, sudando a mares, me levanto bruscamente de la silla. Solo pienso en huir. Tengo que salir de aquí, de la oficina, del edificio, de esta situación insoportable. Si he de vomitar, sufrir un derrame o morirme, quiero que sea fuera del edificio. Voy a intentar escapar.
Frente a toda lógica, huir se convierte en una obsesión. ¿Por qué huir? ¿De qué? ¿Hacia dónde? Nadie huye cuando se siente mal, al contrario pide ayuda. Este contrasentido es típico del pánico. Sin embargo, esa prisa no tiene como meta llegar a un centro médico, sino evitar que otros se den cuenta de la situación descontrolada en la que encuentra la persona con pánico. ¿Qué dirán si me ven? ¿Qué voy a decirles que me pasa?
Deseando desesperadamente que no se me acerque nadie de camino a la escalera, abro la puerta y me escabullo a toda velocidad hacia el vestíbulo. Abro de un empujón la puerta de la escalera de incendios y con una ligera sensación de alivio por haber llegado hasta aquí, empiezo a bajar los siete pisos. Al llegar a la tercera planta me tiemblan las piernas.
Si pensara racionalmente, si pudiera calmar ni amígdala y usar mejor mi corteza cerebral, deduciría, correctamente, que este temblor es el resultado natural de una reacción autónoma de “lucha o huida”, que provoca temblor de los músculos esqueléticos, al que se suman los efectos del esfuerzos físico.
Pero demasiado sumido en la lógica catastrófica del pánico, para acceder a mi cerebro racional, deduzco por el contrario que mis piernas temblorosas son síntoma de un completo desmoronamiento físico y que, en efecto, estoy a punto de morir.
Otra reacción física, buscar la ayuda de alguien que sepa por lo que estoy pasando… No vale cualquiera para pedir ayuda. No lo entenderían. En realidad lo que la persona demanda es alguien que le aporte la tranquilidad que ha perdido…
Mientras bajo los dos últimos pisos, me pregunto si me dará tiempo a hablar por el teléfono móvil con mi esposa para decirle que la quiero y pedirle que envíe ayuda antes de perder el conocimiento y acabar, posiblemente expirando.
La puerta de la escalera que da al exterior suele mantenerse cerrada. Se supone que los detectores de movimiento captan que vienes desde el interior del edificio y se abren de forma automática. Por algún motivo, quizá porque voy demasiado rápido, no se activan. Me estrello contra la puerta a toda velocidad, reboto y caigo de culo.
He chocado con la fuerza suficiente para derribar el marco de plástico del rótulo rojo de salida que hay encima de la puerta. El marco se me cae en la cabeza con un golpe sordo y aterriza ruidosamente en el suelo.
El guarda de seguridad del vestíbulo, al oír el alboroto, asoma la cabeza al hueco de la escalera y me ve sentado en el suelo, aturdido, con el marco de plástico al lado.
-¿Qué pasa aquí?, pregunta
-Estoy enfermo, respondo. Quién podría negarlo.
Aunque Stossel lo describe de forma que esta última escena provoca la risa, no es la reacción que suscita en quienes han sufrido una crisis de pánico en alguna ocasión. Una de cada diez personas experimenta una de estas crisis a lo largo de su vida. Puede ser un episodio aislado, o convertirse en un trastorno, con crisis recurrentes, como le sucede a 3% de la población.